
Pensamientos de Lady Paula, la Científica
27 octubre, 2018
GHOSTING
17 noviembre, 2018El cuerpo

Llegaron los 40, ¡pues vale!
«Debo admitir que, de inicio, me sentaron como el culo. Tuve una crisis de la hostia. Pasé por una época difícil y de mucho estrés con el trabajo, acompañada de una crisis existencial que me afectó muchísimo. Al principio no sabía qué cojones me estaba pasando, ¿serían las hormonas?»
El cuerpo. Ese vestido en el que nacemos envueltos. Esa piel que nos cubre y en la que habitamos. La casa de nuestra alma. Ese compañero al que debes amar, aceptarlo, reconocerlo, quererlo. Sea cual sea su aspecto. Por supuesto, hay que cuidarlo y teniendo muy claro que es un todo. No es solo eso que el mundo ve, la parte de ti que se muestra primero, no es tu único valor, es tu TODO.
La sociedad está creada para machacarnos con el culto al cuerpo hasta niveles insufribles. Nos lo enraízan desde niños, quieren que solo nos importe lo de fuera cuando, en realidad, si no trabajas el interior sí que no eres nada. La mente, el alma, saber quién se quiere ser, y serlo, no interesa, y es en lo que más deberíamos centrarnos. Pero nos trituran el cerebro con la belleza del cuerpo, con la perfección, tanto a hombres como a mujeres, pero a las mujeres se nos presiona muchísimo más, de una forma destructiva, obligándonos a autoexigirnos una perfección ilusoria y totalmente impuesta, algo que nos puede llevar, sin darnos ni cuenta, hacia la autodemolición.
Y yo digo, muy bien, vamos a darle la vuelta. Sí, el cuerpo es importante. Pero es importante porque es tu casa. Forma parte de tu esencia igual que tu alma. Por lo tanto, vamos a cuidarlo, a quererlo, pero vamos a quererlo como es. Sin machaques. Y me refiero a machaques mentales. Que cada persona haga lo que quiera, es su cuerpo, si se quiere machacar en el gimnasio, bien, y si no es así, también. Mantengámoslo cuidadito, que sin él nuestra alma no podrá habitar en este mundo, pero sobre todo, amémoslo.
Como siempre digo, mi cuerpo y yo tenemos una larga historia. A los once años se me redondeó a lo muñeca chochona y tuve que vivir con todo lo que eso conlleva dentro de esta mierda de sociedad superficial. Mis carnes no gustaban y, claro, me insultaban, como es costumbre de los humanos, por mucho que sean mocosos sin madurar. Y no solo eso, ya desde bien pequeña tuve que lidiar con el martilleo constante de no sentirme bien dentro de mi envoltorio, no aceptarme, desquererme, compararme con mis amigas delgadas y esbeltas. No estaba muy gorda pero sí chichosa, lo suficiente para sufrir. Luego, me vino la regla y crecí, mi cuerpo se estiró pero, aun así, seguí siendo una chica jamona. Y seguí con los complejos, porque lo que me rodeaba solo me enseñaba que debía sentirme mal por no tener un cuerpo esbelto.
Pero llegó el día, el momento en que dije basta. Mi persona estaba un poco más formada por dentro y decidió que el vestido de mi alma era el que era, MI CUERPO, que debía aceptarlo, quererlo tal y como era, porque era mi casa, el sitio donde yo creaba mi hogar. Que tenía mi mente, mi alma y mi cuerpo, y todo el conjunto era yo. Mandé al carajo las opiniones de los demás y aprendí a sentirme bien con cómo era. Me fue muy bien. Cuando te aceptas, la seguridad que te da respecto a quién eres te permite vivir de otra manera. Y así fue. Siempre te ves defectos, por supuesto, nadie es perfecto, pero esa es la cuestión, la imperfección marca la diferencia. A partir de aquel momento decidí que mi cuerpo, que me iba a acompañar toda la vida, se merecía el amor de su inquilina y que nadie más me iba a amargar la existencia por exceso de chichas. A quien no le gustara que no mirara.
La vida tiene sus cabronadas y también sus sorpresas. De pronto, cuando ya había más que aceptado mi cuerpo y me sentía segura, por motivos que no voy a explicar ahora, mi cuerpo y mi metabolismo cambiaron. Adelgacé más de veinticinco kilos en menos de un año, tenía veintiocho años y parecía una quinceañera. Reconozco que me quedé demasiado delgada, pero no podía hacer nada. Pasé de escuchar las típicas frases como: «uy, has engordado, a ver si te cuidas», «te sobran unos kilos», a tener que aguantar las de: «ay, niña, qué delgada estás ¿ya comes?», «pero qué has hecho, estás delgadísima», y un sinfín de gilipolleces. Y es que la gente siempre se cree con derecho a opinar. ¿Qué cojones les importarán a los demás los cuerpos ajenos?
Viví delgada durante más de diez años, hasta quedándome embarazada dos veces y engordar más de veinte kilos con cada embarazo, volví a recuperar la figura. Me sentí bien, incluso estando demasiado flaca, y soportando los comentarios de los que no saben dedicarse a su vida. Me sentí bien, porque ya me había aceptado, gorda, delgada o sea como sea. Me sentí bien con todos mis defectos, que no son pocos, y con mis virtudes, porque sé muy bien que no soy solo un cuerpo.
Cada año soy más sabia y me siento bien dentro de mi envoltorio, con chichas, celulitis y patas de gallo incluidas. Decidí hace mucho tiempo que mi vida no iba a estar encadenada a un canon de belleza estipulado

Y llegaron los cuarenta. Debo admitir que, de inicio, me sentaron como el culo. Tuve una crisis de la hostia. Pasé por una época difícil y de mucho estrés con el trabajo, acompañada de una crisis existencial que me afectó muchísimo. Al principio no sabía qué cojones me estaba pasando, ¿serían las hormonas? Seguro que influyeron. Sin darme cuenta sufrí un momento de duda mental en el que te lo planteas todo. Nunca le había hecho demasiado caso a lo de las crisis de la edad y al cumplir los cuarenta me encontraba en un momento realmente bueno conmigo misma. Pero, por lo visto, sí me estaba afectando. No era consciente de que era la típica crisis cuarentañera por la que pasan muchas personas, solo sabía que mi mente padecía unas subidas y bajadas brutales y mi cuerpo estaba cambiando. Al no ser consciente de ello, lo viví sola, no le conté a nadie cómo me sentía. Lo pasé mal, la verdad. Menstruaciones raras, desajustes hormonales, preguntas profundas sobre mi vida, sueños extraños, sobresaltos nocturnos, y… ¡cómo no, cambio del cuerpo! Sí, el cuerpo y el metabolismo, de repente, volvieron a cambiarme y empecé a engordar de forma automática. Engordé los kilos que me faltaban y algunos más. Me veía rara. No voy a decir que estoy gorda porque mentiría, pero diez kilos más no son pocos y los he notado. Me quitaría alguno, la verdad, pero si no se van, no me voy a autoflagelar.
Ese estado me duró unos cuantos meses. Pero todo pasa. La crisis, los bajones y la confusión se fueron a paseo. Decidí soltarlo. Hablar del tema con personas allegadas me fue muy bien para darme cuenta de lo que me estaba pasando y de que no era la única a la que le había ocurrido en mi entorno. Era un cambio de etapa en mi vida y con él vinieron muchas cosas. Acepté que, de nuevo, tenía otro cuerpo. De pronto, volvía a tener pechos y el culo se me había ensanchado lo suyo, toda yo me he redondeado. ¿Y qué? No cambio mis ya casi cuarenta y tres por los treinta, ni mucho menos por los veinticinco, la cuarentena es una bellísima edad. Te encuentras en un punto de la vida en que ciertas cosas te importan un carajo y la seguridad que te da la experiencia vale oro. Cada año soy más sabia y me siento bien dentro de mi envoltorio, con chichas, celulitis y patas de gallo incluidas. Decidí hace mucho tiempo que mi vida no iba a estar encadenada a un canon de belleza estipulado. Habito en mi cuerpo con sus pros y sus contras, intento cuidarlo, más por salud que por adelgazar. Y sigo nutriendo mi mente y mi alma con lo que me llena. Para mí la vida es eso, caminar aprendiendo de todos los momentos, vivirlos e intentar disfrutar siempre al máximo de lo que me encuentro en el camino. Darle a la mente, llenar el alma, ¿qué sería mi cuerpo sin mi mente y mi alma? Solo carne.
Llegaron los cuarenta... ¡Pues vale! Soy yo, aprendiendo cada día de mí misma.
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