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Anoche, el cielo se rompió, de repente, sin avisar.
Los estruendos y los fogonazos fueron una advertencia demasiado breve.
Ni me dio tiempo a reaccionar.
El cielo se rompió enseguida.
Aquel nimbo me agarró y me adentré en su grisácea esencia.
Allí dormí plácidamente durante incontables horas,
mientras el reino de las alturas me abrazaba, aun estando agrietado.
Gritaba y lloraba, el fuego abrasador de su interior lo iluminaba todo,
sin embargo, me rodeaba con sus nubarrones llorosos,
dándome un cobijo reconfortante, acogedor, maternal.
Desperté y quise viajar.
Me trasladé entre las nubes que aún sollozaban,
bañándome en cálidas lágrimas
y bailé con ellas la danza celestial más íntima de toda mi vida.
El cielo se rompió y yo, acogida por él, conseguí que se recompusiera.
Susurré a sus nubes palabras que transformaron su tono gris en níveo
y sus lágrimas, entonces, brotaron debido a las carcajadas que yo les provoqué.
El cielo estaba agrietado y dancé para él entre sus cirros,
conquistándolos para que se disiparan, aunque sin desaparecer,
puesto que no quería que me abandonaran del todo,
y les pedí que le abrieran el camino al Sol para que me diera todavía más calor.
Recibí a la gran esfera de fuego, sin dejar de bailar para el cielo,
el cual inició su sendero hacia su inconfundible tono azul celeste,
a la vez que sus grietas ya comenzaban a difuminarse.
Mi cielo se rompió, gritó, lloró, se descargó, mientras me abrazaba y me refugiaba.
Mi cielo se rompió y yo le bailé, le hablé y le hice reír.
Mi cielo se rompió y nos conocimos mucho más.
Mi cielo se rompió y los dos juntos compartimos algo que se quedó en nosotros.
Porque el cielo se rompe, grita, llora y aprende.
Y siempre se recompone.
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